PRELUDIO

PRELUDIO

 

 

 

Miracolo del marito geloso (Tiziano Vecellio, 1511)

 

        Cuento de Oscar Sandoval Martínez

 

La bella mujer sentada en el sofá con un abanico ocultaba sus lágrimas. Alguien había descubierto un joyero que le perteneciera. Lo habían roto dejando expuestas algunas esquelas y rosas sobre el piso. Sus íntimos secretos lograron revelar. Quizá los celos o el deseo que encubrían ahora entre desasosiegos Alejandra, su hermana menor, que había alertado a Leopoldo, su cuñado.

 

 

Las cartas destilaban fragancias de pimpollos recién cortados. Representaban el  inicio y la ingenuidad de un romance prohibido nacido entre el jardín y el balcón de la dueña de casa.

Ocultar esa caja significaba atesorar en su corazón esos sentimientos que no podían corresponder a otros latidos. El engaño no había sido consumado  solo combinaron entre versos y pasión sus amoríos. Era el signo de un galanteo entre epístolas amorosas. Olvidada la poesía entre el vínculo matrimonial, la mujer se dejó llevar por el impulso inmaduro del hombre que engalanaba diariamente los canteros.

El joven virginal de manos rudas y de pocas palabras la intrigaba. Desde el asombro de sus ojos cautivaba a esa mujer de edad mediana. Del mismo modo él se había enamorado. Cada tarde cortaba una flor y desprejuiciadamente la echaba a rodar desde sus manos hasta las lajas  que daban al mirador.

 

Ahora descendía ella por las escaleras tan solo para tomar esos pétalos.  Los capullos ardientes alegorías de un amor prisionero entre las rejas que recubrían un matrimonio envuelto en la rutina rodeado del hastío y del silencio. Descubrió aquella enamorada que ese agraciado príncipe se esmeraba en su labor. La perfeccionaba de tal modo que al embellecer el vergel conquistaba su ánimo haciéndole la corte a sus esperanzas. Las flores estaban dispuestas para realzar solo el balcón de esa mujer y que él también codiciaba.

 

De tarde en tarde ella se paseaba y con breves palabras le explicaba sus instrucciones. Premeditadamente un día dejó sobre la mesa del jardín un anotador y una pluma. Detalle que el muchacho ya hombre no dejara pasar, y con el impulso obstinado del poeta y por quien se vale del don de la palabra subrayó: “eres como un preludio, el inicio de una gran obra cuya música acaricia mi corazón y mis sentidos”.  Ella había relegado esas galanterías. Le resultó inusual esa cálida frase que como una llave abría las puertas de su corazón. Sintió la bíblica tentación de lo prohibido y ante el deseo que sacudió su pecho le respondió: “Tu lozanía consigue hacerte escuchar melodías en tu alma y me permite recordar lo que ya había olvidado. La mejor música sería oírte pronunciar en mis oídos tan agraciados pensamientos”.  Depositó el anotador sobre el mármol y desde aquel  instante iniciaron su galanteo entre flores y mensajes. Palabras que ahora, rotas por la desesperanza y las espinas del odio;  diseminadas sobre la alfombra  simbolizaban anuncios y presagios de ira y vacilaciones.

Aquella mañana Alejandra había desenmascarado esos secretos florecidos entre los pimpollos, y producto de su maldición exponía a su hermana ante el furor de su consorte. El escenario de los hechos se transformaba ante la vida. Cobraba caracteres de una cruda realidad bajo un sol irreal y extraordinarias apariencias. Las sospechas se desmoronaban entre melodías de dolor.  Alejandra obligó al muchacho a ingresar a la sala. Leopoldo apareció por el otro extremo. La tragedia se circunscribía sobre la engañosa trama. La discusión aumentaba. Las gargantas expulsaban notas de irritación y furia. Leopoldo se aproximaba a su mujer afligida en el sillón. El cuarteto colmaba de ardores el ambiente.  Las manos crispadas de Leopoldo estrujaban entre los dedos una carta que desplegaba el envés del cariño y en cambio sí exhibía  su sufrimiento y vergüenza. Avanzaba lentamente pero decidido contra el muchacho. Las dos mujeres intentaban  proteger la candidez y el arrebato enamorado de ese niño acorralado. Alejandra solo había querido fragmentar esos lazos amorosos.  Entretejía la envidia su desazón de mujer desesperada. El inicio del drama hacía gala detrás de los cortinados que ondeaban sobre el bello jardín. El cuarteto comenzaba los iniciales pasos de un final preanunciado. El preludio de esa muerte que se repetiría noche a noche. Las voces se ennoblecían en derroches de lamentos y armónicas glosas. Un grupo de sirvientes portando candelabros intentaban apenas interrumpir la fatídica venganza. El crimen inminente, inesperado que instigara el corazón de un Leopoldo alucinado. La luz ficticia del sol quebraba sus destellos sobre los ojos de la protagonista que ahora se anteponía ante el cuerpo inocente del galán. Apresuraba el suspiro de los presentes en el momento justo en que Leopoldo desde la hiel de su desdicha  hundía una daga en las carnes trémulas del joven. Mientras el sol enrojecía sobre los paños y las lágrimas caían sobre las cartas; las notas brotaban desde sus gargantas como una tormenta inusitada. La orquesta ejecutaba los primeros acordes, la obertura  daba inicio al drama que mostraba esa ópera. El ballet ubicado entre bambalinas ya estaba dispuesto a ingresar a la maravillosa celebración en el jardín donde en el último acto se repetiría como en cada función el fatal desenlace del principio.