UNA CIFRA DE FLORENCIA Y DEL RENACIMIENTO

UNA CIFRA DE FLORENCIA Y DEL RENACIMIENTO

 

 

 

        por Gustavo Rubén Giorgi

 

      Conocí la basílica de Santa María Novella, en Florencia, una mañana lluviosa. El clima casi hostil había raleado la turbamulta de turistas que habitualmente entorpecemos el paisaje humano de Italia, de modo que la poca gente que se había congregado no se diferenciaba de cualquier otra en cualquier templo movida por una recoleta devoción. 

 

 

 

     La lluvia es capaz de provocar en nosotros una ilusoria sensación de atemporalidad: cobijados por la sombra que esparce la tormenta, nublada la vista por el agua en las vidrieras, suspensa la trajinada rutina de los hombres, pareciera establecerse una pausa melancólica y lánguida que permite el regodeo en los recuerdos.

     Pensaba yo en la abrumadora belleza de Florencia y pensaba también si  era posible resumir en un edificio, una pintura, una escultura o  un momento,  el legado de los siglos.

     Buscaba una cifra.

 

     ¿Acaso aquella tarde en la Piazza della Santa Trinità, cerca del Arno, cuando Miguel Angel recriminó a Leonardo su fracaso como escultor al aconsejar éste pedirle un parecer sobre La Commedia? ¿O la Cappella Brancacci, al otro lado del río, donde ambos genios estudiaron y admiraron  la perspectiva revolucionaria de Masaccio?  ¿Y por qué no considerar la sombría visión del Palazzo Vecchio desde el lugar en que los florentinos, insatisfechos con el ardor religioso que un tiempo supieron admirar, dieron ardor de tormento a Savonarola?

 

     Lejos de los esplendores, en el recogimiento provinciano que, al cabo, es el lugar que Dios me ha deparado para mirar a las estrellas, creo haber dado con una cifra. No con la cifra soñada, porque no es ése empeño que pueda afrontar el hombre, sino con mi cifra de la ciudad de Florencia y de lo que cablamente representa: el Renacimiento.

 

     Vuelvo a Santa María Novella en alas del recuerdo . Desembarazado de la materia, solo espíritu, admiro los tesoros de la vieja iglesia uno a uno y todos a la vez,  íntimamente relacionados y concatenados, como sólo es posible hacerlo con el poder de la evocación.

 

     Y me digo que si hay una pintura crucial en  la evolución del arte del Renacimiento ha de ser la Trinità, de Masaccio, una de las primeras en desarrollar a la perfección los estudios de la perspectiva geométrica de Brunelleschi. Y me demoro extasiado ante el Crocifisso, la única escultura en madera del gran arquitecto y científico, de quien Miguel Angel dijo que haría una cúpula más grande que la suya en Florencia, pero no más bella.

 

     Es claro que para llegar a estas cumbres hubo que buscar, experimentar dolorosamente, como sin duda lo hizo Uccello en su Claustro Verde, camino de la madurez; y también Andrea Bonaiuto en los frescos del Cappellone degli Spagnoli, pletóricos de colorido y diablos de siniestra ingenuidad que prefiguran al Bosco. Una misma vía de estudio, inspiración y trabajo que se adivina  en el espléndido Crocifisso, de Giotto, y en el ornato de la Cappella Tornabuoni , que debemos a Ghirlandaio.

 

     Se ha dicho que la arquitectura es música cristalizada: entonces, esta fachada renacentista y la gótica elevación de sus interiores de bóveda de crucería y arco apuntado enlazan armoniosamente la partitura compuesta por la alegría y el llanto de miríadas de hombres en dos épocas.

 

     Pongamos nuestra atención en una:

     «El año de la saludable Encarnación de Jesucristo (1348), la peste inva-dió la ciudad de Florencia, bella sobre todas las otras ciudades de Italia. (…).

     Pero desechemos estas tristes ideas y no pensemos en tantas calamidades. Un martes por la mañana, según he sabido por persona digna de todo crédito, sucedió que siete damas, que se hallaban de luto como las circunstancias lo exigían, se hallaron casi solas, después del oficio, en Santa María Novella. La mayor no tenía veintiocho años y la más joven no menos nos de dieciocho. Estaban unidas por lazos o de amistad, todas eran de ilustre cuna, bella honestas y prudentes. (…)».

     Y en este otro:

     «Esta noche, a la hora del primer sueño, os dirigiréis a una de las tumbas construidas delante de Santa María Novella, después de haberos puesto la más hermosa de vuestras togas doctorales; pues es conveniente que la primera vez que os presentéis en nuestra sociedad lo hagáis con todo honor. (…)  Un negro animal, con cuernos y de mediana talla, se presentará ante vos,  dando saltos y cabriolas en derredor vuestro, con objeto de asustaros, pero sin heriros lo más mínimo. (…)

     Dirigióse, a la hora indicada, a una de las tumbas de Santa María, y allí esperó pacientemente al animal, a pesar del gran frio que hacía.(…)».

 

     Es la recuperada o imaginada voz de Giovanni Boccaccio, que vibra una vez más en la iglesia venerable, como eco lejano de las rumias de 1350  que hicieron posible El Decamerón.

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     Si el fresco de Masaccio marca el camino que termina en la Cappella Brancacci,  llamada “la Capilla Sixtina de Renacimiento”, que pintó el precursor junto a Masolino y completó Filippino Lippi y admiró Leonardo, y la escultura de Brunelleschi nos recuerda que  él fue el artífice de la Cúpula de Santa Maria del Fiore y del estudio científico de la perspectiva, la obsesión de Paolo Uccello, que nació en Florencia como Ghirlandaio, el maestro de Miguel Angel;  la Florencia que vio morir a Giotto, protagonista  del Quinto relato de la jornada Sexta de El Decamerón, escrito por Boccaccio, que fue amigo de Petrarca, a quien se llamó el primer humanista, es posible ver a la basílica de Santa María Novella, reformada por Vasari, que pintó los frescos de las cúpula de Santa Maria del Fiore y fue el primer his-toriador del arte italiano, esta la iglesia que fue concedida a los dominicos, cuya gloria de domini canis (“perros de Dios”) celebró Bonaiuto en el Cappellone Spagnolo, es posible, digo, verla como un híper-texto comprensivo de parte de lo más significativo de la pintura, la escultura, la arquitectura y la literatura de Florencia y el luminoso renacer que simboliza como ninguna otra ciudad de Italia.

 

 

     Borges intuyó que el mundo es una estructura concatenada desde cualquiera de sus elementos: «…aún en los lenguajes humanos no hay propo-sición que no implique el universo entero; decir el tigre es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de que se alimentaron los ciervos, la tierra que fue madre del pasto, el cielo que dio luz a la tierra.» (La escritura del Dios, El Aleph, 1949);  a su tiempo, los semiólogos llegaron a parecidas conclusiones.

 

     Santa María Novella en Florencia, entonces, es capaz como cualquier concepto de postular el universo.

     Pero a una escala reducida, específica y circunscripta, abigarrada e inmediata, para mí es una cifra insuperablemente bella y evocadora de Florencia y el Renacimiento. De la ciudad con nombre de mujer y del  tiempo en que los hombres, renovando la osadía de Prometeo, volvieron a sí mismos la mirada que tenían puesta en Dios y celebraron de manera gozosa y terrible su humanidad.